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29 de noviembre de 2013

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Filosofía del derecho: pluralismo jurídico, interculturalidad y reciprocidad (Parte final)

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Por: Boris Bernal Mansilla

Interculturalidad y reciprocidad
Por interculturalidad entendemos el entrecruzamiento de esas diversidades tanto en las esferas de la cultura como en los subsistemas sociales y en el mundo de la vida, un entrecruzamiento que tiende a constituir constelaciones poliaxiológicas en las que conviven, no sin conflicto, diversos estilos de vida y nociones de vida.
Lo que está aquí en cuestión no es la vuelta a los mundos homogéneos y esencialmente prescriptivos de las culturas premodernas, sino la búsqueda de formas de convivencia que superando incluso el concepto moderno de tolerancia, hagan posible el reconocimiento y el disfrute de la diversidad.
Quienes abordan el problema desde una perspectiva ética se comprometen éticamente con el diálogo intercultural como alternativa frente a las consecuencias de la globalización. Parten para ello de una caracterización de la globalización como nueva barbarie o fuerza destructiva que asfixia las diferencias culturales y supone destrucción de culturas, exclusión social, destrucción ecológica, racismo, hambre, desnutrición y desorganización total del planeta.
Su objetivo es construir una alternativa universalizable de vida digna para toda la humanidad por las vías de una ética de la liberación que parte del respeto y el reconocimiento de las culturas, entendidas éstas no como destino inexorable, sino como “columnas de apoyo para la realización plena de la persona como libertad y como razón” (1).
De este principio deriva la necesidad del diálogo intercultural, una forma de relación con el otro que, oponiéndose a la homogeneización propia de los discursos englobantes tradicionales y a la actual globalización y, sobrepasando la tolerancia, se expresa en la “acogida” del otro como sujeto y, por tanto, propicia la universalización de la co¬autonomía de las personas y la cosoberanía de las culturas.
Los supuestos filosóficos en los que se basa el diálogo intercultural son los siguientes: El ser humano como universal particular. La subjetividad (singularización particular de las vigencias culturales propias) plantea la cuestión del sentido, fundando así la posibilidad de la universalización (universal) como movimiento de intelección argumentativa (comunicación y unión en la diversidad).
La reflexión subjetiva. “Cada ser humano tiene un ‘resto no culturizado’ que le permite trascender su propio universo cultural y hace posible el diálogo con otros desde una identidad siempre en proceso” (2).
Quienes abordan el problema desde la filosofía política se caracterizan por un compromiso político con los derechos de las minorías excluidas a partir de un liberalismo renovado. Parten para ello de algunas constataciones: la diversidad se ha mantenido, pese a los afanes homogeneizadores, la difusión de las lógicas de la modernidad ha creado las condiciones para que los pueblos digan su palabra e incorporen sus demandas, especialmente la de reconocimiento, a la esfera pública; la globalización propicia la formación de medios heterogéneos y hace que la interacción entre gentes de diversas culturas sea cada vez más parte de la vida cotidiana.
Frente a estos hechos, propios de la actualidad, el liberalismo clásico se queda corto. Para fundamentar el principio de la igualdad constituye e interpela a los individuos despojándolos de sus pertenencias culturales y reduciéndolos a la condición de miembros de la especie humana. En la pertenencia a la especie humana pone el liberalismo clásico la esencia de la identidad y de la dignidad de la persona (Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano).
Desde estos principios propone la neutralidad axiológica de las instituciones públicas con respecto a las particularidades de cada persona, considerando esa neutralidad como la condición de posibilidad para la práctica de la igualdad y justicia.
Sin desconocer la importancia histórico-filosófica del liberalismo, lo cierto es que el pensamiento liberal hunde sus raíces en una cultura que, siendo particular, se asume a sí misma como universalmente válida y, por tanto, no hace justicia a los miembros de otras culturas ni les brinda iguales oportunidades.
Una salida desde el mismo liberalismo es profundizar el principio liberal de la igualdad hasta incorporar la participación de las minorías (Pueblos Indígena Originario campesinos, etc.) con sus pertenencias culturales. La propuesta se materializa en las constituciones de los Estados multi y/o plurinacionales (Ecuador, Bolivia) que incorporan el derecho a la pertenencia cultural (3), admitiendo diversas formas de ciudadanía y reconociendo tres tipos de derechos colectivos a las minorías: el derecho al autogobierno, a través de la delegación de poderes políticos; los derechos de los Pueblos Indígena Originarios Campesinos, apoyándolas financieramente y protegiendo sus prácticas culturales, y los derechos especiales de representación, garantizándoles escaños y puestos directivos en la administración pública.
Los supuestos filosóficos en los que se basan estos postulados son fundamentalmente tres:
1. Cada pueblo, es la medida de sí mismo y, por tanto, nadie está autorizado a imponerle desde fuera su norma y su destino.
2. Todo pueblo necesita un contexto de “seguridad cultural” para dar sentido y orientación a sus elecciones en la vida. Este contexto es un bien primario para la realización de la persona y, por tanto, los estados están en la obligación de preservarlo. Las culturas, son valiosas porque son proveedoras de sentido. Pero esto no quiere decir que estén encerradas en sí mismas. Hay en ellas ventanas abiertas a otras culturas y, por tanto, se produce, como apunta Gadamer, una “fusión de horizontes” que las dinamiza y enriquece (4).
3. Principio de la dignidad. En oposición al honor, asentado sobre privilegios, la dignidad se atribuye a todos los hombres y las mujeres por pertenecer a la especie humana. Pero la especie humana no se da en abstracto, sino a través inseparablemente de una diversidad de formas culturales. Por tanto, el principio de la dignidad conlleva el respecto no sólo de los derechos del individuo como tal, sino de sus pertenencias. Así, la política de la diferencia como anota Taylor, surge de la política de la dignidad universal de toda persona (5).
La identidad es dialógica. Se constituye, se negocia, en diálogo con otros. Aquello con lo que nos identificamos depende, en gran medida, de reconocimiento de los otros. El reconocimiento, no es una cortesía sino una necesidad vital de las personas. Así, la relación con los otros es clave para el autodescubrimiento y la autoafirmación. El no reconocimiento o el mal reconocimiento infringe daños a la persona y se convierte en una forma de opresión. Por tanto, es obligación del Estado reconocer las pertenencias.
Revisar las vigencias del proyecto de la modernidad desde una perspectiva que no pocos han calificado de postmoderna es mostrar el debilitamiento de la confianza en el discurso moderno y sus categorías fundantes, e incluso de la idea misma de fundamento, acompañado de la presencia de otros discursos provisores de sentido; la descomposición o el desborde, para usar el término acuñado por Giddens (6), de las dimensiones institucionales de la modernidad y su recomposición en ámbitos globales, regionales e incluso locales; y la liberación de las diferencias y toma de la palabra por las diversidades, en pugna con los afanes homogeneizadores y fundamentalistas que pretenden, en el primer caso, imponer formas de existencia y estilos de vida uniformes, y, en el segundo, preservar sus nociones de vida buena y formas de existencia de toda contaminación externa y exigir a los individuos una relación prescriptiva y no electiva con sus propias tradiciones.
Estas tendencias, que se dan en un entorno societal caracterizado por la diversificación y extensión de las comunicaciones, abren nuevas perspectivas para la experiencia humana y si bien es cierto que entrañan el peligro de ampliar y profundizar la dominación y la exclusión, son también fuente para nuevas alternativas de liberación. Pueden, por eso, ser consideradas de trascendencia histórico-filosófica en cuanto que parecen apuntar a un cambio de época y abrir perspectivas inusitadas para el pensamiento crítico en la actualidad.
Abrirse al reconocimiento de la dignidad de las culturas, promover la liberación de las diferencias y hacer filosóficamente posible el diálogo intercultural, el pensamiento crítico de la actualidad, en una relación reflexiva y no prescriptiva con sus propias tradiciones, propone el debilitamiento del ser (ontología) de nuestro tiempo, entiende la verdad como apertura, asume la hermenéutica como sentido común de su práctica teórica (epistemología), se atiene a la insuperabilidad de la pertinencia histórica, afirma la intersubjetividad como manera de darse del sujeto y considera el reconocimiento como esencial para la construcción de identidad (axiología).
Tradicionalmente, en Occidente el pensamiento ha consistido en hacerse del fundamento (orden del ser) para desde ahí pensar rigurosa y críticamente el ente (orden existente). La rigurosidad en el procedimiento aseguraba la objetividad o verdad de los enunciados, mientras que la criticidad permitía pensar estrategias para aproximar el orden existente al supuesto orden del ser.
Desde el abandono de la idea de fundamento y el afincamiento en una ontología deliberadamente débil, el pensamiento no puede consistir sino en escuchar e interpretar los mensajes eventuales que nos vienen de la historia y de la actualidad. No queda lugar neutral para la teoría. Toda teoría está trascendida de historicidad, es sólo interpretación y, por tanto, no se enuncia como verdad consumada sino como apertura al diálogo.
Al afirmar la insuperabilidad de la pertenencia lo que se quiere decir es que cada uno de nosotros es hijo de su tiempo y de su cultura y que esta condición de existencia es insuperable. Por tanto, nadie está autorizado a hablar en nombre de la humanidad ni a contar su historia.
La cultura a la que pertenecemos no es, sin embargo, monolítica ni coercitiva. Es siempre posible y deseable mantener con ella una relación electiva: escoger unas tradiciones y desechar otras, comprometerse con unos proyectos y dejar otros.
No hay tampoco una lengua suprahistórica. Cada uno habla una lengua histórica y es hablado por ella. Nos servimos de nuestra lengua como trasfondo y vehículo para emitir e interpretar mensajes, pero también desde ella somos hablados, es decir, es definida nuestra identidad e identificado nuestro puesto en la sociedad, en la historia y en el cosmos. No hay valores supremos. Todos los valores lo son de una cultura.
Apropiarse de ellos no significa que los asumamos como mandatos, destinos inexorables o fuentes indiscutibles de legitimación de la praxis social, sino sólo como monumentos históricos con los que uno dialoga interpretándolos y a los que uno revive rememorándolos.
Así, las tradiciones y vigencias del entorno son despojadas de sus durezas solideces y convertidas en mensajes que nos vienen del pasado y de la actualidad y que nos invitan a escucharlos e interpretarlos. Los componentes de la cultura a la que pertenecemos no son datos objetivos que van a saco roto ni barreras que limiten nuestro horizonte perceptivo, axiológico, representativo y práctico, sino mensajes abiertos con los que dialogamos para apropiarnos del pasado, pensar el presente e imaginar el futuro.
Las reflexiones que preceden, aunque sean preliminares y requieran de una mayor elaboración, buscan aportar al debate sobre la interculturalidad, pero también pretenden orientar la práctica hacia un encuentro de diversidades que nos permita a todos vivir dignamente juntos siendo diferentes y gozando la diversidad.
Para entender a la sociedad se debe tener en cuenta la relación entre el yo, los otros y el todo (cosmos), en esta perspectiva se expresa la reciprocidad. Ella resulta ser la base de toda forma de interacción social humana. La reciprocidad es un principio universal de conducta, puesto que al interactuar se autoregula la conducta. El pluralismo en general es la doctrina que aduce pluralidad y diversidad en el seno de la colectividad organizada.
Hoy estamos frente a nuevos retos. Uno de ellos, quizá el más importante, la Madre Tierra como sujeto de derechos. Resultado de la unión de dos culturas bolivianas: la Positiva del Derecho Moderno “derechos” y “Madre Tierra” o Pachamama, contribución andina originaria, materializada ahora en gestión pública y judicial de los derechos de la naturaleza. Es decir, reciprocidad e interculturalidad entre el yo, los otros y el todo.
La Paz, 10 de noviembre de 2013
Notas
1. Ezpezúa Salmón, Boris. ”Filosofía del Derecho”, Ed. Universidad Nacional del Altiplano. Puno, Perú, 2011.
2. Ezpezúa Salmón, Boris. ”Filosofía del Derecho”, Ed. Universidad Nacional del Altiplano. Puno, Perú, 2011.
3. Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia. Gaceta Oficial, 2009.
4. Gadamer Hans-Georg. ”Verdad y método”, Salamanca, 1977.
5. Taylor Charles. ”El Multiculturalismo y la Política del Reconocimiento”, México, 1993.
6. Giddens Anthony. “Sociología”, Ed. Alianza, Madrid. 2007.

FUENTE LA RAZÓN La Gaceta Jurídica / 29 de noviembre de 2013